ACADEMIA

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jueves, 25 de febrero de 2010

LA ESPERANZA

Pero si el exceso de confianza en la razón puede ser ilusorio o engañoso, ¿qué no decir del exceso de confianza, esto es, de esperanza en la esperanza misma? Lo que quiero dar a entender lo hace de un modo insuperable un escalofriante relato de Villiers de L´Isle-Adam, que lleva justamente por título el de L´espérance. El rabino aragonés Abarbanel, aborrecido por sus préstamos usurarios y su desdén de los pobres, es visitado en su calabozo –tras meses de tormento, en vano destinado a ablandar su empecinamiento y a conseguir su abjuración- por el gran inquisidor Pedro Argüés, quien ordena desencadenarle y, abrazándolo, le dice:

“Hijo mío, alégrate. Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe, es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas, a menudo tres, en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la luz y duerme”.

Cuando el inquisidor y su séquito abandonan su celda, el prisionero observa en las tinieblas que la puerta ha quedado incomprensiblemente mal cerrada. Agitado por una esperanza mórbida, la abre con suma precaución e inicia su fuga, aun a sabiendas de correr el riesgo de que, en caso de ser apresado, se le castigue con una nueva serie de atroces torturas. Extenuado de hambre y de dolor, dominado por la angustia, avanza durante horas reptando y escondiéndose a lo largo de un lóbrego e interminable pasadizo. Varias veces está a punto de ser descubierto, y otras tantas tentado de desistir y regresar al calabozo para al fin morir y descansar por siempre de sus sufrimientos. Pero la esperanza le mantiene y, después de incontables penalidades, alcanza la puerta también abierta que da al exterior sobre unos jardines, bajo la noche estrellada de la primavera. Los jardines dan a su vez al campo, poblado de fragantes limoneros, que se prolonga hasta la sierra donde podría escapar definitivamente a salvo. Extasiado, levanta los ojos al firmamento y extiende los brazos para bendecir a su Dios que le concede esta misericordia. Y, entonces, enloquecido, siente que otros le vuelven a abrazar y escucha la voz del venerable Pedro Argüés, que consternadamente le reconviene al oído:

“¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación querías abandonarnos?”

El desgraciado Abarbanel, jadeante en los brazos del inquisidor, comprende en ese instante el significado de la esperanza. ¡La esperanza formaba parte del tormento! (Desde la perplejidad. Javier Muguerza. FCE. Madrid, 1990)

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